El pato salió del agua; mientras paseaba de un lado a otro de su pico un palillo astillado, removió los lentes oscuros, amartilló la Mágnum especial y sin detenerse un segundo, le pegó cinco tiros escandalosos a la escopeta.
Agónica y chorreando pólvora la escopeta intentó balbucear algo como un: “ahora resulta que…”, pero llegó un sexto disparo piadoso y certero para callarle la boca (o el cañón).
Mientras el pato sicario desplumaba a su víctima, la escopeta locutora del noticiero de la tarde hablaba de un “caso aislado” y de una “muerte artera que no quedará impune”.
Organizadas y armadas con la bandera de la democracia, las escopetas iniciaron la “temporada de patos”. Miles de patos murieron: “En nombre de la libertad”, según vociferaba el dirigente de las escopetas. En franca desventaja, la guerra estaba perdida para los patos.
Sin embargo, algunas mañanas, amanecen escopetas muertas colgadas de las estatuas ecuestres; “y ahora resulta que…” brama el secretario de Seguridad Nacional y alienta a las escopetas a realizar el “acto patriótico” de salir a cazar patos enemigos de las naciones soberanas y hasta de Dios.
Luego alguien jala el gatillo y piensa que de verdad tiene algún mérito por haberle dado al pato, mientras la escopeta enloquecida y humeando suma un pato más a su creciente lista de patologías.
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