martes, noviembre 01, 2011

En boca cerrada

Sé que nunca podré romper tu silencio,

aparatoso, hermético, irremediable…

Tus labios permanecen cerrados

mientras te miro mirar e imagino

que me lo cuentas todo.

Tu silencio es un laberinto

hecho de gestos y de palabras entrecortadas

apenas audibles;

como la gotera incesante

que golpea la ventana desde hace varias horas.

Y mientras yo, torero sin capote ni espada,

recibo tu mutismo arrodillado en el centro de la plaza.

Hoy no habrá pañuelos blancos,

no hablarás,

no hablarás jamás porque la Rockola de tus noches

no piensa en mis oídos,

porque un mal día se me adelantó Narciso,

y te hizo Eco, del eco que yo no escucharé nunca.

Nada más que agregar Sr. Juez,

la testigo mantiene su derecho a permanecer en silencio,

aunque nada de lo que diga pueda ser utilizado en su contra.

Antes de saberte no entendía al ruido,

ahora ya sé por qué se empeña en reclamar los pasillos,

los rincones, las ventanas.

Ahora entiendo por qué odia las bibliotecas y las funerarias.

Un minuto de silencio para estos oídos que sin tu risa

están muertos.

Hoy me he ganado el insomnio,

mañana pienso armarte un escándalo

y dormir a pierna suelta.

Ante la impasibilidad de tus cuerdas vocales,

voy a pedir otro cortado antes de que traigan la cuenta.

Te compro otros quince minutos de silencio…

quédate conmigo a verte.

jueves, abril 28, 2011

No estaba muerto…

Y no estaba muerto, no, no, estaba tomando caña!!! Y escribiendo un nuevo blog epistolar a dos manos con mi amiga y fantástica escritora Mayte, famosa entre los bajos mundos del Twitter y la Facultad de Letras de la UNAM…


Sé que a estas alturas (y harturas) no deben de quedar muchos lectores en este humilde blog, pero si alguno anda perdido por aquí, lo invito a darse una vueltecita por acá, la diversión está asegurada y si no le devolvemos su click y le regalamos un pase gratis a una página porno.

viernes, enero 15, 2010

La mano que no perdí en Lepanto


Me quité los ojos (que nunca podrán competir con los tuyos) y me puse otros nuevos. Los escogí negros para verte menos y creí que, escondido tras de los lentes, podría dejar de imaginarte… No era tan mala idea, el problema es que no contaba con las manos (telescopios de los ciegos) y ahora, por no querer ser manco, ya me estorba para siempre tu cuerpo.


Tú sabes cómo son estas cosas; a ellas no les importan las buenas costumbres ni los pecados capitales, no son más que manos y sólo saben que no estás, sólo saben que no te tengo, y aunque procuro que la derecha no sepa nunca lo que hace la izquierda, encuentran la forma de ponerse de acuerdo y siento cómo trepan por mi pecho en las noches buscando el cuello para estrangularme, buscándote la espalda que no conocen, pero que han aprendido (¿aprehendido?) de memoria a fuerza de dibujarla tantas veces en el aire.


Por eso ahora, aburridas y sudando nicotina, golpean monótonas el teclado porque creen (de alguna manera yo también lo creo), que tú sabes que es a ti a quien le mandan este telegrama marcado urgente, esta botella al mar sin timón ni vela (“siempre es con otra, amor, nunca contigo, bien sufres lo que escribo”).


No voy a salir a buscarte porque sé exactamente dónde estás, no voy a subir volando a tu cama porque sé que duermes con otro Peter Pan que ya tiene medio muerto a este remedo de Garfio…


Lo malo ahora es que tú sabes que yo sé, que te advino, que ya no podrás nunca salir de mi cuaderno, de mis ganas remendadas de tocarte, de esta hoja de papel donde te encierro porque me queda chico el cuarto entero para guardarte (te regalo las manos si me quitas las noches).

martes, agosto 05, 2008

La palabra

Y es que era una palabra tan grande, que no cupo en la hoja de papel, era mucho más ancha que Historia (que pretende abarcar el tiempo y no puede ni con unos cuantos siglos), más alta que Rascacielos y más larga que Antropología, y otras por el estilo que escuchado varias veces salir de tu boca.

Esta palabra, te decía, era de tales dimensiones, que cuando se desparramó fuera del cuaderno me di cuenta de que tampoco cabía en el escritorio; la cama le quedaba chica y toda la alfombra del cuarto parecía un pequeño tapete junto a ella.

Se fue extendiendo despacio y se estiró como si fuera un oso que despierta después de esos inviernos que parecen durar muchos años. Apenas se enderezó un poco y ya abarcaba la recamara completa; flexionando una rodilla de vocales llegó hasta la regadera, y cuando alcanzó el agua que corría a gritos por un pequeño tubo de metal, duplicó su tamaño (por tratarse de una palabra acuática) y amenazó con aplastarme por completo.

Abrí como pude una ventana y la palabra sacó un brazo enorme, lleno de consonantes. En el otro extremo de la casa había, por suerte, una puerta abierta que le permitió asomar la mano izquierda, coronada, en el dedo índice, por una tilde inmensa. Los cimentos crujieron y el cemento se desprendió de golpe, la palabra arrancó las varillas de acero como si fueran patas de araña en las manos de algún niño.

Miré incrédulo cómo hundía los pies en las azoteas de los vecinos, la lluvia la había convertido en un gigante torpe y ahora le quedaba chica la cuadra, la ciudad, el país completo. “Sí llega al mar”, pensé atemorizado, “va a crecer como los huracanes y pronto terminará llevando en la espalda el mundo entero, como un Atlas hecho de letras y de tinta azul”.

Algo había que hacer ¿pero cómo se regresa a una palabra de ese tamaño al tintero? Se me ocurrió, entonces, tomar de nuevo la hoja de papel y escribir un verbo. (En el principio sólo estaba el verbo y ya luego Adán descuidando sus costillas, y Eva adicta al pastel de manzana, y Caín lleno de… bueno ya sabes la historia).

Probé con varios que tenía a la mano, escribí primero Corre, pero fue una estupidez porque empezó a trotar, como pudo, con todo el continente a cuestas. Intenté luego Descansa, y fue otra tontería porque cuando se sentó, aplastó para siempre a Sudamérica con todo y Pelé, y Maradona. Traté con Vuelve, esperando con ello que regresara a la prisión del cuaderno, pero era ya demasiado tarde; cuándo trató de seguir sus pasos de vuelta había bebido ya el amazonas entero y plantado la pierna izquierda sobre el Pacifico.

Desesperado, sumergido en una noche profunda porque la palabra había eclipsado al sol, garrapatee Muere, y la vi caer por fin, de costado, llevándose las manos al pecho lleno de emes y erres, para finalmente hacerse diminuta, mientras volvía agonizante al papel de mi cuaderno.

Me sentí bastante mal, después de todo, la culpa fue mía por tratar de alojar una palabra tan grande en un mundo tan pequeño… La miré apenado, traté reanimarla, de revivirla con un sinónimo piadoso, con un verbo menos fatal, con un adjetivo que le devolviera la soberbia, pero todo fue inútil y al final, con un tachón certero de la pluma azul, tuve que darle el tiro de gracia.

Ahora me convertí en asesino de palabras, he despertado más de una vez, con la sensación horrible de que el diccionario de la repisa me está mirando con asco, y a veces, cuando trato de escribir, noto que me faltan algunas palabras, como si alguien también las hubiera matado cuando decidieron crecer más de la cuenta.

Por supuesto hay algunas que resisten, se hacen las dormidas y vuelan por las calles, por los cines, por los museos y los parques, planean en las corrientes de aire para no contradecir a quien dice que: a las palabras se las lleva el viento. Hasta que un día alguien las atrapa, las cuida, las alimenta, les saca brillo y cuando piensa que las ha domesticado, ellas atacan y crecen, y acosan a los políticos, y a los contadores y… espera, tengo que terminar aquí, la palabra domesticado me está viendo muy raro.

miércoles, julio 23, 2008

Otro del 101



¿A quién le puede importar,
después de muerto, que uno tenga sus vicios?
Joaquín Sabina


Perdone pero no escucho nada con el oído izquierdo y por eso estoy acostumbrado a hablar a gritos. Como usted ya sabe soy el Sargento Edmundo Cadena; combatí con el batallón 101 en el ejército de Estados Unidos, durante la segunda guerra mundial. No fui gringo por nacimiento ni por convicción, pero en algún lado había que estar y yo terminé en Normandía. No se preocupe no pienso jugar aquí al héroe, ya lo hice hasta el cansancio cuando estaba vivo y además, estoy seguro que no voy a impresionarlo con mis historias de trinchera.

La verdad es que no tengo ya mucha idea de nada, he pasado tanto tiempo muerto que apenas recuerdo algunos lugares, uno que otro nombre, algún tipo de olor que hasta ahora, no sé por qué, sigo teniendo pegado en la nariz como si me hubiera seguido todos estos años… el olor de la muerte diría usted, es probable, pero no estoy seguro si es de la mía o de algún otro.

Sí maté gente, bueno sólo soldados que en realidad, si lo piensa usted bien, no son gente, no éramos gente quiero decir, porque a estas alturas todos estamos ya muertos. Y digo que no éramos gente porque estábamos ahí para matarnos, éramos ¿cómo decirlo? “Carne de cañón” para usar una expresión trillada.

Yo disparé como pude y a donde pude, no sé a cuántos alcanzaron mis balas y tampoco sé si fueron las mías las que los mataron ¿Usted estuvo alguna vez amarrado a un paracaídas en pleno fuego cruzado? No, claro que no ¡Qué clase de pregunta es esa! Usted perdone.

Supongo que le di por lo menos a un par, aunque antes ya había matado, respetando siempre las leyes militares, nunca a un desarmado, nunca a un civil. La memoria ahora me funciona de manera distinta, ya no recuerdo rostros, sólo sonidos, ya no recuerdo palabras sólo imágenes de labios moviéndose como en una película de cine mudo. Si usted me pidiera que le explicara por qué fui a parar a esa guerra, yo le contestaría sinceramente que no tengo idea, aunque sospecho que en esa época tampoco la tenía.

Cuando entró la primera bala, a la altura del abdomen, pasó de largo sin tocar ningún órgano; la segunda me dio exactamente en la rodilla y la hizo pedazos. Si cierro los ojos ahora puedo ver mis botas arrastrándose por la arena, dejando un surco simétrico mientras dos soldados (no sé sí los conocía o no) me llevan en hombros balbuceando cosas incomprensibles con la cara de terror que nunca se pierde cuando uno está en medio de las balas.

Ahora vuelvo a cerrar los ojos y estoy en una cama, enfermeras y gente entran y salen corriendo, hay gritos, lágrimas, hay gente muriéndose y volviendo a nacer, pero no son más que escenas entrecortadas. Todo es demasiado blanco, tanto que lastima, la luz me duele como la rodilla y quiero gritar pero es imposible, quiero levantar la cabeza, llevarme una mano a la pierna herida, encender un cigarro, darle una nalgada a una enfermera, lo que sea, pero el cuerpo no responde, harto de seguir mis órdenes ahora él se cura con calma sin hacerme el menor caso.

Pensándolo bien, estar en esa cama es muy parecido a estar aquí desde hace quién sabe cuántos años, rumiando el silencio sin poder moverme nunca de mi lugar. Hace mucho que perdí la cuenta de las décadas, los días aquí pueden durar una hora o veinte años. Esperé siempre que algo pasara: una cara, un cuerpo, una voz pero nada ocurrió nunca. Luego pensé que, tal vez, este lugar sin nombre donde he pasado mis días sin tiempo, era una especie de infierno diseñado exclusivamente para mí, pero no he sentido ningún dolor y aún no he purgado ninguna penitencia.

“Este es el infierno de los soldados” me decía, pero los generales no han venido a visitarme, tampoco los tenientes, ni siquiera un cabo ¿Será que hasta en la muerte se respetan los rangos? Porque, como le decía, todos deben estar ya muertos ¿Dónde están? ¿En el cielo? Perdóneme pero no lo creo, aunque unos cuantos tal vez sí, pero había otros que… Ya le digo que mi memoria funciona distinto ahora.

Después está la imagen de un camión lleno de soldados que sacan una mano por la ventana para saludar a la gente, yo no, yo voy con la mirada al piso y de vez en cuando me tomo la rodilla y trato de estirar la pierna derecha. Los gritos de las personas que se amotinan en las banquetas me lastiman, como la luz, como la pierna y es ahí cuando me doy cuenta que sólo escucho lo que pasa afuera, me doy cuenta que estoy sordo de un oído.

A ojos abiertos quiero decirle que todavía no entiendo bien cómo funciona esto de la muerte, no estoy en mi tumba, ni en el infierno (creo), ni en el cielo (estoy seguro), no hablo con nadie y mi voz parece no ir a ningún sitio. No sé nada sobre Dios (después de tantos años nunca lo he visto) tal vez no existe, tal vez es usted, aunque lo dudo porque si lo fuera no me estaría preguntando tantas cosas. Dios está en todas partes al mismo tiempo, si esto es cierto él tendría que haber estado conmigo en esa playa, en esa cama, en ese camión, y si usted fuera él ya lo sabría todo, a menos que a Dios, como a mí, también se le olviden las palabras y las fechas.

No sé cuánto tiempo pasó sólo recuerdo mi casa y el dolor incesante de la rodilla ¿Estuve casado? ¿Tuve hijos? Si usted es Dios debería de responderme y mire que no le estoy pidiendo la felicidad eterna, ni el perdón de mis pecados, ni siquiera le pido su simpatía, solamente palabras ¿Cómo puedo decirle quien soy si la muerte se ha llevado ya todo? ¿Quién inventó la muerte? Esa es otra buena pregunta que usted tendría que responderme.

Recuerdo el accidente, eso sí, pero sólo el golpe en el costado derecho, el ruido de metales y huesos haciéndose polvo, sangre, más sangre y eso es todo, ninguna cama después, ningún blanco y ninguna luz, la rodilla dejó de doler y luego esto, el vacío, el silencio, nada más el silencio.

Si no fuera una tragedia daría risa; volver vivo de la guerra después de esquivar no sé cuántas minas y cuántas balas, solamente para morirse veinte años después, todavía joven y como dicen “con la vida por delante”, en un accidente idiota a la mitad de una calle, después de fumar mariguana y tomar catorce cervezas. Por lo menos eso es lo que usted dice que pasó y si eso es cierto, está como para echarse a reír otros cuarenta y dos años.

Señor Juez: yo no sé si soy inocente o culpable, hice cosas malas supongo, me imagino que matar es tan malo como fumar mariguana, o como ganar una medalla al mérito por recibir dos balazos apenas tocó uno tierra. No puedo saber si merezco cielo o infierno, ni siquiera sé si eso existe. De lo único que estoy seguro es que este juicio es completamente injusto; traer a un muerto viejo y olvidado, medio sordo y arruinado por el hastío y el tiempo, y juzgarlo así, sin abogado, sin jurado y lo peor de todo, sin memoria.

¿Esto es su famosa justica divina? Yo creo que de justicia no tiene nada ¿Por qué no me juzgaron cuando estaba vivo? ¿Cuándo me dieron dos balazos en una playa olvidada por Dios (o por usted) dos meses antes de tener edad para comprarme por lo menos un trago? ¿Por qué no antes de las heridas, cuando tenía un batallón y estaba armado? ¿Fue por miedo? ¿Le dio miedo que le volara la cabeza? ¡Firmes! ¡Conteste la pregunta soldado!

Es increíble lo que uno guarda en la cabeza a pesar de llevar tanto tiempo muerto, los hábitos superan a la tumba. No le pido, señor Juez, más que un poco de memoria, dos o tres días completos de memoria, como la última cena, hasta a su hijo le dejaron esa. Unas horas de recuerdos completos, con caras y nombres, con fechas y con voz, con otro olor, otros ojos, otros cuerpos. Solo un par de minutos señor Juez, es lo mínimo que se le puede conceder a un muerto.

La tumba es una tierra de nadie señor Juez ¿ha visto que ni siquiera tengo un epitafio? “Valiente hasta el final”, por ejemplo, o “Dio su vida a la patria”; aunque sea “Muerto en el cumplimiento del deber”. Nada y sabe por qué, porque regresé vivo de la guerra, no morí como héroe sino como borracho y es por eso que no merezco ni siquiera dos palabras que resuman mi vida. No importa cuánta gente mataste o si fueron mujeres, niños, no es cuestión de principios señor Juez, lo único que importa es cómo mueres y sobre todo cuándo.

Si lo piensa usted bien no es culpa mía que no haya muerto a tiempo, es culpa suya y de su famoso destino, todo el asunto de cargar tu con tu cruz y esas cosas. ¿Qué pasó con el perdónalos padre porque no saben lo que hacen? Esa sí es una verdadera frase post mortem.

Al final no sé por qué me interesa todo esto ¿Qué me puede ya quitar después de muerto?
Y como no fui ningún traidor, Satanás o como sea que se llame tendrá que reservarse su noveno infierno. La muerte, señor Juez, no es más que una eternidad sin televisión pero, por supuesto, no está usted para saberlo.

sábado, julio 05, 2008

Nos estorbamos

El problema es este nos atarantado, atorado en la tráquea como la manzana de Adán.

No tenemos inconvenientes con el respetuoso: tus calles, tu casa, tu banqueta, tu miopía, tus ganas de que quedarte con las ganas.

Tampoco le reprochamos nada al yo egoísta, contramuros: mi carro, mi trago, mi resaca, mi domingo, mis ganas de quitarte ya esas ganas.

El ellos por lo general no nos importa un rábano: ellos quieren, ellos muerden, ellos lloran, ellos amenazan, ellos tienen ganas de saber si nos dio la gana.

El problema cae en nosotros; ahí se cierra la cortina y se apaga la luz, mientras buscamos a tientas un adjetivo piadoso que convierta este destierro en un lugar de ambos y termine de una vez con tanta pausa, con tanto silencio, con tanto monólogo inconcluso.

Pero hay algo en ese nos que suena artificial, forzado, hay algo en esa lengua que se rehúsa a juntarse con el paladar para que sea propiedad de los dos.

Tal vez porque a pesar de todo no hemos ganado nada, porque las batallas perdidas no se comparten, porque no cabemos juntos en el espejo de tu tocador.

Y ahora lo que es nuestro no le pertenece a nadie, por eso nuestras noches no llegan nunca y nuestros días dan saltos con un pie sobre las hojas del calendario.

Por eso te pido que no salgas, que cierres la puerta y pongas el seguro, y corras las persianas, y quiebres el reloj, y dejes tu vestido debajo de la cama, y guardes mis zapatos bajo llave en el closet, y cubras tu desencanto donde no lo vea nadie, y dejes que mi hastío se aburra solo en el sillón.

Vamos a jugar juntos con nuestra nada mientras ellos esperan en el café de la esquina, matando el tiempo junto a tu tú y mi mí

jueves, junio 19, 2008

Caminando

Hace falta salir a caminar (no por el asunto del ejercicio y la buena circulación de la sangre, sobrevaluados de cualquier manera). Hace falta caminar pero no en un parquecito cursi de Polanco, no en los enredados circuitos de Satélite que sólo tienen perros y viejas en sillas de ruedas.

Hace falta caminar entre un tumulto, en alguna calle del centro pisando cacas de palomas y con los gritos de los vendedores ambulantes reventándote los tímpanos. Respirar por el escape de los camiones, subir al metro atascado e hirviendo, temer por tu cartera y por tu vida, oír al tipo que no se baña desde la navidad pasada; vender una pomada milagrosa que te cura desde los callos hasta la ceguera temporal, pasando por la tuberculosis y los problemas cardiacos.

Caminar, solo caminar por encima de las coladeras que vomitan vapor y niños disfrazados de payasos… Si te detienes piensas y si te pones a pensar perdiste. El café sabe mejor cuando lo llevas entre las manos, en un vasito de cartón, mientras te chorreas la camisa y te asedia la gente, los boleros, los mimos encerrados en su calabozo imaginario.

Por eso salgo temprano para ningún lado. Hoy no te escribo porque no me da la gana: “Quiero escribir y me sale España” (aparta de mí este cáliz). Todas las mujeres tienen tu nariz y todos los hombres tienen mi prisa.

Me voy a dar otra vuelta, tú quédate como siempre, sé una buena Maga para este pésimo intento de Oliveira. Tú quédate como siempre, yo aquí te espero tratando de no encontrarte.

sábado, junio 07, 2008

La incondicional

Amables y pacientes lectores de En Cursivas (si es que todavía queda alguno): Como habrán notado no he subido casi nada al blog últimamente. El asunto es que estoy escribiendo una novela que está apunto de volverme loco (sí, más todavía). Así que, en el inter, les dejo un capítulo a ver qué tal y prometo que cuando la termine (si es que esto ocurre algún día) la pondré completa por aquí. En fin ahí les va…

Capítulo II
La incondicional

A las cinco y media de la mañana la vida es una mierda, ese es el único absoluto que existe. El coche, adormilado también, se resiste un poco y hay que girar la llave dos o tres veces, pero al final cede, como tú, como yo, como cualquiera.

Gracias por sintonizarnos en este frío martes de diciembre cuando son ya las cinco con cuarenta de la mañana, sí, cinco con cuarenta de la mañana. Acabas de escuchar las mismas canciones cursis que te gustan y que cantas ya casi mecánicamente. Te sugerimos que tengas mucha paciencia porque, como siempre, la ciudad está atascada y lenta. La única vía alterna posible es: ¡no salgas de tu casa guey! de todas maneras, mañana la ciudad y tú van a seguir igual de jodidos. Un día como hoy pero de 1839, un científico alemán descubrió que un metal que no conoces, tiene propiedades fibrosas que te valen madres. Habrá lluvia toda la tarde en el valle de México así que te aconsejamos que tomes tus precauciones, es decir ninguna, porque nada te va a salvar del tráfico de regreso. “¡Hola, habla el mismo locutor idiota de todos los días! ¿A quién tenemos del otro lado de la línea? ¡Fanny! ¿Te quieres ganar dos pases dobles para ver a Luis Miguel en su concierto número 520 en el Auditorio Nacional? Sólo tienes que contestar esta sencilla pregunta: ¿En que año, de qué mes, de qué día, Luis Miguel dejó de cantar como una niña de seis años?”.

Y justo ahí, a las seis de la mañana, cansado y relamido como cocker de viejita, helándote en el carro que avanza sobre alguna calle que antes tenía nombre y que ahora sólo se llama “pinche ciudad”, escuchando una grabación de un Luis Miguel (quien todavía tenía pelo) y vociferaba: “Tú, la misma siempre tú”. Como una mala broma de tus impulsos neuronales que no pienso detenerme a explicar (soy tu narrador no tu psicólogo) te acuerdas de ella...