Me quité los ojos (que nunca podrán competir con los tuyos) y me puse otros nuevos. Los escogí negros para verte menos y creí que, escondido tras de los lentes, podría dejar de imaginarte… No era tan mala idea, el problema es que no contaba con las manos (telescopios de los ciegos) y ahora, por no querer ser manco, ya me estorba para siempre tu cuerpo.
Tú sabes cómo son estas cosas; a ellas no les importan las buenas costumbres ni los pecados capitales, no son más que manos y sólo saben que no estás, sólo saben que no te tengo, y aunque procuro que la derecha no sepa nunca lo que hace la izquierda, encuentran la forma de ponerse de acuerdo y siento cómo trepan por mi pecho en las noches buscando el cuello para estrangularme, buscándote la espalda que no conocen, pero que han aprendido (¿aprehendido?) de memoria a fuerza de dibujarla tantas veces en el aire.
Por eso ahora, aburridas y sudando nicotina, golpean monótonas el teclado porque creen (de alguna manera yo también lo creo), que tú sabes que es a ti a quien le mandan este telegrama marcado urgente, esta botella al mar sin timón ni vela (“siempre es con otra, amor, nunca contigo, bien sufres lo que escribo”).
No voy a salir a buscarte porque sé exactamente dónde estás, no voy a subir volando a tu cama porque sé que duermes con otro Peter Pan que ya tiene medio muerto a este remedo de Garfio…
Lo malo ahora es que tú sabes que yo sé, que te advino, que ya no podrás nunca salir de mi cuaderno, de mis ganas remendadas de tocarte, de esta hoja de papel donde te encierro porque me queda chico el cuarto entero para guardarte (te regalo las manos si me quitas las noches).