Y es que era una palabra tan grande, que no cupo en la hoja de papel, era mucho más ancha que Historia (que pretende abarcar el tiempo y no puede ni con unos cuantos siglos), más alta que Rascacielos y más larga que Antropología, y otras por el estilo que escuchado varias veces salir de tu boca.
Esta palabra, te decía, era de tales dimensiones, que cuando se desparramó fuera del cuaderno me di cuenta de que tampoco cabía en el escritorio; la cama le quedaba chica y toda la alfombra del cuarto parecía un pequeño tapete junto a ella.
Se fue extendiendo despacio y se estiró como si fuera un oso que despierta después de esos inviernos que parecen durar muchos años. Apenas se enderezó un poco y ya abarcaba la recamara completa; flexionando una rodilla de vocales llegó hasta la regadera, y cuando alcanzó el agua que corría a gritos por un pequeño tubo de metal, duplicó su tamaño (por tratarse de una palabra acuática) y amenazó con aplastarme por completo.
Abrí como pude una ventana y la palabra sacó un brazo enorme, lleno de consonantes. En el otro extremo de la casa había, por suerte, una puerta abierta que le permitió asomar la mano izquierda, coronada, en el dedo índice, por una tilde inmensa. Los cimentos crujieron y el cemento se desprendió de golpe, la palabra arrancó las varillas de acero como si fueran patas de araña en las manos de algún niño.
Miré incrédulo cómo hundía los pies en las azoteas de los vecinos, la lluvia la había convertido en un gigante torpe y ahora le quedaba chica la cuadra, la ciudad, el país completo. “Sí llega al mar”, pensé atemorizado, “va a crecer como los huracanes y pronto terminará llevando en la espalda el mundo entero, como un Atlas hecho de letras y de tinta azul”.
Algo había que hacer ¿pero cómo se regresa a una palabra de ese tamaño al tintero? Se me ocurrió, entonces, tomar de nuevo la hoja de papel y escribir un verbo. (En el principio sólo estaba el verbo y ya luego Adán descuidando sus costillas, y Eva adicta al pastel de manzana, y Caín lleno de… bueno ya sabes la historia).
Probé con varios que tenía a la mano, escribí primero Corre, pero fue una estupidez porque empezó a trotar, como pudo, con todo el continente a cuestas. Intenté luego Descansa, y fue otra tontería porque cuando se sentó, aplastó para siempre a Sudamérica con todo y Pelé, y Maradona. Traté con Vuelve, esperando con ello que regresara a la prisión del cuaderno, pero era ya demasiado tarde; cuándo trató de seguir sus pasos de vuelta había bebido ya el amazonas entero y plantado la pierna izquierda sobre el Pacifico.
Desesperado, sumergido en una noche profunda porque la palabra había eclipsado al sol, garrapatee Muere, y la vi caer por fin, de costado, llevándose las manos al pecho lleno de emes y erres, para finalmente hacerse diminuta, mientras volvía agonizante al papel de mi cuaderno.
Me sentí bastante mal, después de todo, la culpa fue mía por tratar de alojar una palabra tan grande en un mundo tan pequeño… La miré apenado, traté reanimarla, de revivirla con un sinónimo piadoso, con un verbo menos fatal, con un adjetivo que le devolviera la soberbia, pero todo fue inútil y al final, con un tachón certero de la pluma azul, tuve que darle el tiro de gracia.
Ahora me convertí en asesino de palabras, he despertado más de una vez, con la sensación horrible de que el diccionario de la repisa me está mirando con asco, y a veces, cuando trato de escribir, noto que me faltan algunas palabras, como si alguien también las hubiera matado cuando decidieron crecer más de la cuenta.
Por supuesto hay algunas que resisten, se hacen las dormidas y vuelan por las calles, por los cines, por los museos y los parques, planean en las corrientes de aire para no contradecir a quien dice que: a las palabras se las lleva el viento. Hasta que un día alguien las atrapa, las cuida, las alimenta, les saca brillo y cuando piensa que las ha domesticado, ellas atacan y crecen, y acosan a los políticos, y a los contadores y… espera, tengo que terminar aquí, la palabra domesticado me está viendo muy raro.
martes, agosto 05, 2008
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